En el S. XVII, los monarcas europeos intentaron imponer el Absolutismo. El Absolutismo era una forma de gobierno que ilimitaba el poder del rey, pues consideraba que su poder era de origen divino, es decir, le había sido otorgado por Dios, y él actuaba como su representante en la tierra.
De este modo, el monarca concentraba, en su persona, todos los poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial.
El monarca absoluto que sirvió de inspiración al resto, fue Luis XIV de Francia, llamado el Rey Sol. Consolidó su poder ejerciéndolo de forma personal; sometiendo a la nobleza; unificando las leyes y los impuestos; nombrando intendentes que velaran por el cumplimiento de las leyes en las provincias, y acabando con la división religiosa.
En política exterior, Luis XIV amplió sus territorios en Europa, gracias a las guerras contra la Monarquía hispánica, y en América, creó un imperio colonial.
En el plano económico, el Rey Sol tuvo elevados costes debido a las guerras y al mantenimiento de la corte. Para hacer frente a ellos, estableció normas para controlar la calidad de los productos franceses; fundó manufacturas reales que fabricaban productos de lujo; creó compañías comerciales que gozaban de monopolio en zonas de América y Asia, y elevó los impuestos aduaneros para favorecer el consumo interno.
En Inglaterra, Carlos I impuso también un sistema absolutista, dejando de lado al Parlamento. Esto generó malestar entre la población, que junto con las revueltas religiosas de Escocia, provocaron el estallido de una revolución en 1640, que acabaría en una guerra civil, dos años más tarde.
En política exterior, Inglaterra creó colonias en Asia y América del Norte y pugnó con otras potencias europeas por el control del comercio colonial. Estos conflictos, sobre todo, con Francia y Portugal, acabaron con sendas victorias inglesas, gracias a la Royal Navy, que convirtieron a Inglaterra en la potencia hegemónica marítima de la época.
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