En el S. XV, la población europea creció lentamente llegando a recuperar los niveles que tenía antes de la crisis del S. XIV.
El crecimiento de la población trajo consigo un aumento de la demanda de alimentos. Esto hizo que fuera necesario la explotación y roturación de nuevas tierras que supusieron un aumento de los productos agrícolas.
Además, la demanda en los productos artesanales también creció, favoreciendo el incremento de la producción y la proliferación de talleres manufactureros.
También se produjo un incremento del comercio, gracias a la aparición de nuevas rutas comerciales por el Atlántico y al desarrollo de nuevos puertos como Amberes o Sevilla.
La aparición de dichas rutas, lejanas e inseguras, favoreció la asociación de los comerciantes en compañías mercantiles, con el fin de colaborar contra el robo y la pérdida de dinero metálico que podían ocurrir en ataques de piratas o en naufragios.
Los comerciantes contaron con la ayuda de los banqueros que le facilitaron el uso de cheques y letras de cambio, además, de concederles créditos. De este modo, creció la actividad bancaria y aparecieron nuevas familias de ricos banqueros como los Médicis y los Spinola, en Italia y los Fugger y los Welser en Alemania.
Durante la Edad Moderna, la sociedad siguió siendo estamental y dividida en privilegiados (nobleza y clero) y no privilegiados (burgueses, campesinos y artesanos). Dentro del estamento no privilegiado, algunos burgueses se enriquecieron, gracias al comercio y a la banca, llegando a emparentar con miembros de la nobleza o prestando dinero a reyes a cambio de privilegios.